El paisaje (The Landscape)
En español
Enormes explanadas de polvo rojo, gravilla y charcas de agua. Todas las inclemencias del tiempo en un puñado. Luego los pisos de cemento, pulidos a saco y kerosén y los senderos bordeados por piedras una y otra vez cubiertas con cal blanca. Las letrinas, dos huellas en montículo y un horrible agujero al centro. Pequeños tabiques de cemento que apenas cubren los flancos, mientras al frente desfilan burlones y voyeurs. Las duchas, un enorme salón con una fila de surtidores a cada lado. Y en todas partes, humedad, infección, impudicia. Limpiar la barraca dormitorio que alberga a ciento veinte personas, es tarea diaria para cuatro elementos. Tender la cama hasta el extremo que permita rodar una moneda, so pena de castigo. Desterrar el polvo de cada rincón en aquel desierto. Mantener impecable el overall de toda la semana, el mismo y único para deportes, ejercicios militares, trabajo en el dormitorio, en las aulas, en el comedor. Los techos de zinc, parrillas calcinantes en aquella llanura implacable. El cielo azul, a veces amenazante o abiertamente furioso. Siempre un pizarrón al alcance donde dibujar secretamente los mejores sueños. Y las nubes de finísimo polvo mineral emboronando, encegueciendo, atizando. La naturaleza y sus sonidos. El aire que no cesa los zumbidos en las copas de los pinos y casuarinas, enredándose en los techos y sobre todo, en las pesadas líneas de alta tensión que pellizcan la esquina más profunda de la escuela y causan un sordo temor a toda hora. Pánico en la madrugada. De vez en cuando, se descuelga el estampido de un trueno o un avión del aeropuerto militar aledaño pasa en vuelo rasante, como burlándose de la lentitud y el tedio de aquí abajo. O la campana con su cíclico alarido para ordenar el tiempo. El mundo sonoro de la escuela. Nada más.
In English (trans. by Andrew Hurley)
Enormous expanses of red powder and gravel, with little pools of water. All the harshness, all the severity of the weather in these few acres. Then, the cement floors polished with burlap and kerosene, the walkways lined with rocks painted over and over again with white lime. The latrines, two footprints in a mound of dirt, with a horrible hole between them. Little concrete partitions that barely shield the sides, while along the front pass mockers and voyeurs. The showers, a huge room with a line of shower heads along each side. And everywhere humidity, infection, immodesty verging on indecency. Cleaning the barracks that holds a hundred and twenty people is four elements' daily detail. Make the bed so tight a coin will roll across it, or else a hundred pushups. Track down and destroy the dust in every corner of that desert. Keep your overalls spotless, the overalls worn the whole week long—for sports, for military exercises, for working in the barracks, in the classrooms, in the mess hall. The zinc roofs, white-hot griddles in that implacable flat plain. The blue sky, sometimes menacing or openly enraged, always a handy chalkboard that they can secretly draw their favorite dreams on. And the clouds of soft, fine mineral powder—blurring, blinding, stinging, prodding. Nature and its sounds. The wind that never stops hissing in the tops of the pine trees and the casuarinas, as it catches on the corrugations of the roots, and especially in the thick high-voltage lines that pinch off the farthest corner fo the school. The sound of the wind causing a mute dread at every hour of the day and night. And panic at sunrise. Once in a while, there is the rumbling sound of lightning, or the drone of a plane from the military airport nearby flying low over the school grounds, seeming to mock the slowness and tedium of that place below. Or the bell, with its periodic clanging marking out time. The clamoring, echoing world of the school. The sounds of the school, and of absolutely nothing else.